jueves, 21 de febrero de 2013

La luz de estos días




"...todo lo que después me ha sucedido me ha hecho daño. Pero cuando alguna vez encuentro la llave y desciendo a mi mismo, allí donde, en un oscuro espejo, dormitan las imágenes del destino, me basta inclinarme sobre su negra superficie para ver en él mi propia imagen, semejante ya en un todo a él, mi amigo y mi guía… H Hesse

Para vos, Sol.


Es la luz de estos días, en abril, cuando aún hace calor, en Semana Santa. Todo vuelve sin querer.
Busco y encuentro esa luz cada año.
Para celebrar que la encuentro me pongo a hacer cosas que vengo repitiendo desde la niñez, como un ritual de la memoria.
El abuelo y yo vamos caminando por la Basílica.
A veces salimos a pasear para que no se quede varado por la viudez y los problemas cardíacos y los años.
El olor de las velas y la penumbra de la iglesia grande, el eco del cura que habla sin sentido. Esa oscuridad helada  forma parte de la luz de esos días.
Los arcos oscuros del ábside avanzan a nuestro paso. Nos metemos en cada “capilla” donde hay un altarcito con un santo distinto y un cuadro con su estación.
Tercera estación. Jesús cae por primera vez.
Atrás, un grupo de mujeres
Adorámoste Cristo y te bendecimos
Y una sola:
Que por tu santa Cruz redimiste al mundo.
El pasillo circular me marea, que termine pronto.
Nos detenemos frente a un vitral.
Es un San Jorge en su caballo blanco matando a un dragón con fauces demasiado rojas.
- Ése es un caballo árabe, nena, mirá las patas, mirá la cabeza con el cuello largo.
Me cuesta mirarlo, me duelen los ojos por el resplandor. Miro la cara del abuelo. El animal se le queda en los ojos. Es el luminoso ícono de una sucesión de caballos a lo largo de su vida. Un símbolo de libertad. De su naturaleza centáurea de hombre de campo a pesar de los frigoríficos y de las fábricas.
Salimos de la iglesia. Miramos para arriba.
-Está más linda la iglesia che, qué trabajo hicieron.
-Sí, abue, hermosa. Tiene el color de la piedra verdadero ahora que la limpiaron. 
No tiene sentido que yo le diga que me gustaba más antes, con el color gris oscuro y triste. Que para mí la basílica tiene que ser así. Que no me interesa que la tendencia actual en restauración sea rehacer la obra para que se parezca a lo que fue.
Caminamos despacio, llegamos al cabildo sin darnos cuenta. El edificio ha sido blanqueado, está nuevito también.
Entramos al patio y desde la sala calabozo viene frío y olor a humedad. Al fin algo antiguo. Ese olor que desata el recorrido en el tiempo venciendo a las veredas soleadas y a las rejas con jazmines. El olor del agua del río Luján prendido a las maderas y metido en los ladrillos. Ese olor se agarra del hombre de cera acostado en el cepo en la oscuridad y me lleva a sentir el miedo. Igual al de mis seis años. 
Antes era peor, al atravesar la primera arcada, si uno miraba a la izquierda se topaba con un gaucho colgado, anticipando ese calabozo del que nadie saldría.


El abuelo notó la ausencia del colgado.
-Solcito ¿Te acordás del preso colgado que estaba acá?
-Sí abue, mejor que no esté más, así no asusta a los chicos.
-Sí, pobres criaturitas, salían disparando cuando lo veían.
Empezamos el recorrido por las salas.
-Nena, vamo a ver al Manco Pá. Me acuerdo… qué linda la pieza del Manco Pá. Ahí estuvo preso. La señora también estuvo presa con él, tuvo el hijo preso. Allá arriba está,  está todo: el catre, las sillas, la ropa, todo, hasta la cuna del hijo está.
-Ya vamos, abue, ahora subimos, esperá que miramos las salas de abajo.
Las salas están todas cambiadas, parece que al museo también llegó la moda. Ahora hay vitrinas prolijas con uno o dos objetos bien descriptos en carteles con tipografía clara. Parece que se terminó el tradicional amontonamiento.También las viejas puestas en escena con muñecos de cera han desaparecido.
Las caras eran pálidas, cadavéricas y el pelo muerto y revuelto sobre las cabezas. Los ojos eran de vidrio, huecos y fascinantes. Habitaban todo el museo, disfrazados de presos, militares y mujeres encumbradas. Algunos tomaban las facciones de próceres y las recreaban anticipando la muerte en el rictus, la palidez y el pelo. Se apoyaban en los muebles inclinándose en una diagonal rígida.  
De esa multitud de personajes de cera que habitaba el museo y nos metía en un trance de encantamiento sólo quedaba la negrita de la época de Rosas cebándole mate a una dama.
Descubrimos una nueva sala.
En esta sala están las cosas de los caudillos, hay un sector de unitarios y federales, y detrás de un vidrio, el poncho de José María Paz, el mismo Manco Paz. Trato de pasar rápido por ahí para que el abuelo no lo vea. Se me despierta la peor sospecha: la sala del Manco ha sido desmantelada.
-No están más los soldados, ¿viste nena? ¿Te acordás de los soldados paraditos uno al lado del otro?… qué lástima… se habrán arruinado los muñecos. Y, son viejos, deben ser de los años cincuenta. ¿Vamo a ver al Manco Pá? Qué hombre ése, ése era un buen hombre, un hombre valiente. La jaulita está allá arriba también. Él hacía unas jaulitas para entretenerse. Estuvo preso mucho tiempo ahí arriba. Pobrecita la mujer, se murió a los treintaitrés años. Ocho hijos tuvo.
Dilato la subida de las escaleras ¿Qué puedo hacer?
-Vamo nena, ya está bien, ya vimo mucho abajo. Me interesa lo de arriba.
Lo miro a Maza en claroscuro en un óleo gigante y con la muerte inmediata atrás. Parece querer decirme que no suba. Un frío me cruza la espalda.
-Che abuelo, ¿Estará abierto allá arriba? Pareciera que no. Están arreglando las salas.
-Y bueno, vamo a ver.
-Vamos a ver un rato los patios, abuelo, hace frío adentro.
-¡Pero si está acá nomás la sala!
No nos queda otra que subir.
-¡Mirá abuelo que linda escalera! ¡Cómo se ve el aljibe desde arriba, y las torres de la iglesia!
El abuelo no me escucha, va adelante mío. Sube rápido. Le puedo sentir los latidos del corazón.
La sala de los cabildantes tiene unos muñecos con peluca blanca. Doblamos a la derecha. Frenamos de golpe.
Nos encontramos con una arcada y un enorme cuadro de la primera junta, unas pinturas en la pared y dos vitrinas.
Mi abuelo no puede hablar, está mudo.
La cara se le pone colorada. Los ojos chinos se agrandan y su azul se eyecta con furia. Me dice en voz  baja:
-Vamo, nena.
-¿Querés que busquemos las cosas del Manco Paz? Algunas deben estar acomodadas por otro lado. Podemos ir también a la sala del gaucho, que nos falta recorrer…
El abuelo mueve la cabeza mirando al piso y negando muchas veces.
-No vé, no te digo yo…
El color rojo se va yendo de la cara, se pasa un dedo por un ojo.
-Vamo, Solcito.
Volvemos a la calle empedrada. La luz de estos días aparece. Me saca un poco del ahogo ciego.
No puedo decirle nada, que no hay explicación, que no hay consuelo.
Viene un aire  perfumado y dulce, suena una cumbia.
El abuelo mete la mano pecosa en el bolsillo. Saca diez pesos.
-Nena, ¿queré comprar garrapiñada?



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